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En una ciudad donde hay dos poetas por metro cuadrado ha emergido una profesión curiosa dentro del gremio: el aplaudidor. Nuestro poeta de turno elabora con destreza y humor una mordaz clasificación de personajes típicos entre la fauna lírica del altiplano cundiboyacense y echa sus dardos a una que otra eminencia de este, nuestro nido literario.
Ilustración de Christian Contreras
1. En la tertulia de los tartufos
Han pasado toda la bendita noche declamando sus versos. Es un círculo que olvidó Alighieri, un recodo del limbo en el que una gavilla se lee sus folios por toda la eternidad. El aire es pesado pero lo abanican juntando y separando las dos manos en el rito del aplauso. A uno que otro se le cae la sonrisa en un descuido pero la recoge a hurtadillas para volver a ponérsela en la boca. Qué importa si viene untada de creolina o de restos del festín. Todo sea zalamería, melindres y abrazos. A esa tertulia llevaron un día a un caballista y presidente a declamar versos de poetas de su región y cuentan algunos asistentes que fue una apoteósica velada lírica.
Tras la tertulia, al volver a casa, viene el despojo de antifaces. El de aires sacerdotales, que siempre dice “buenas noches” aun si es mediodía, se quita la tiara invisible, el mascarón de cera, y deja ver su rostro de comensal estragado. El cultor de sonetos insulta a su mujer, sin rima ni métrica, y saborea cada insulto como un dátil. El orador que toda la noche habló de paz y de palomas se encasqueta un gorro de dormir, un cucurucho a la usanza del Ku Klux Klan. Hay un joven adusto, envejecido en timos y adulaciones, que antes de acostarse rasga su máscara de parafina y queda en la neta calavera, en un cráneo agrietado como el del licenciado Vidriera (de quien hablaré más tarde). El profesor de latín saca de su abrigo cartas obscenas escritas en la más clásica ...
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Su más reciente poemario se titula Tres caras de la luna (2013).
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